(Al anochecer del 13 de enero de 1881 en Chorrillos)
A las seis, casi ya oscuro, una compañía del batallón “Buín”, cansada de saquear almacenes, se desparramó por el malecón y por las calles adyacentes a la plaza de la (Iglesia) Matriz. Los ranchos cerrados todos, semejaban grandes mausoleos de un inmenso cementerio. Uno de esos ranchos adornado con estatuas de mármol, llamó la atención de un sargento y cuatro soldados, quienes escalaron la verja, pintada de verde y oro, y penetraron en el patio adornado con plantas raras, avanzando hasta la puerta de cristales de colores del salón, que echaron abajo a culatazos, penetrando como un alud en la elegante casa que parecía abandonada. En un instante desgarraron las ricas colgaduras de damasco y recogieron en mantas, que llevaban preparadas al efecto, todos los objetos de valores y de lujo que adornaban las rinconeras y salones. Uno de esos hombres disparó contra un magnífico espejo de luna de Venecia, espantado al ver reproducida en él su propia figura.
Después se lanzaron a los dormitorios. En uno de ellos, arrodillada ante un bello cuadro de la Virgen de Dolores, se hallaba una anciana de noble fisonomía, que al sentir los pasos de aquellos bandidos se levantó y volvió hacía ellos.
El sargento se detuvo un instante; pero luego, ebrio como se hallaba...
- • Vamos abuela, dijo, vengan las llaves de las cómodas y de todos los muebles.
La anciana se sonrió con desprecio, y arrancando de su cintura un manojo de llaves, lo arrojó a las plantas de aquel hombre.
Uno de los soldados avanzó a recogerlas, pero antes cometió la indignidad de dar un terrible puñetazo en el pecho de la dama, que rodó como una masa inerme, arrojando sangre por la boca.
Al ruido de su caída abríose violentamente una puerta oculta por elegante colgadura de encajes, y apareció en el umbral una mujer de extraordinaria belleza, que representaba veintidós años a lo sumo, la cual al ver a la anciana en un lago de sangre, lanzó un grito de espanto y corrió a arrodillarse junto a ella.
La escena que se siguió es de aquellas que las plumas de un escritor honrado se resiste a trazar. Los soldados chilenos rodearon el interesante y poético grupo, y entre las palabras de un cinismo horroroso y risas bestiales, sujetaron a la joven, rasgaron sus ropas, y uno en pos de otro violaron ese cuerpo de diosa, sin hacer caso si de los gritos desgarradores de la desdichada, ni de sus súplicas, llenas de lágrimas, ni de sus inútiles amenazas.
Después corrieron por toda la casa, rompiendo los espejos y armarios, descerrajando muebles y destruyéndolo todo por el placer brutal que siente el que no poseyendo nada no quiere que otros tengan más.
La mujer ultrajada se incorporó penosamente, con la faz lívida, los ojos inyectados de sangre, el seno lleno de cardenales, la cabellera suelta y las manos agitadas por temblor nervioso que la sacudía, como sucede a las flores el viento huracanado de las cordilleras.
Parecía la imagen del terror y la desolación.
A través del vestido rasgado en cien partes, se veían palpitar las carnes de una blancura marfil.
En el instante de ponerse en pie, su mano tropezó con un Rémington olvidado por alguno de aquellos miserables... Entonces algo como una sonrisa crispó su boca llena de espuma. Empuñó el arma y entró resueltamente, con ella preparada, a la habitación contigua. En otra interior sus salvajes violadores, que habían encontrado muchas botellas de buen vino, bebían hasta rodar ebrios, sin darse más trabajo que el de romper el gollote de esas botellas.
Ella esperó con los ojos de loca fijos en el cuadro innoble, que todos cayeran ebrios, y cuando los vio tirados por los suelos y medios muertos por el efecto enervante del alcohol, entró y apoyando el cañón del rifle en la sien del sargento, le voló los sesos. Después mató a otro de aquellos infames. Al ruido de las dos detonaciones, los otros tres se incorporaron con la pesadez natural de la borrachera y quisieron defenderse, pero ella con fuerza sobrenatural para sus años y delicada complexión, les rompió la cabeza a culatazos. Los sesos de esos hombres mancharon el pavimento de Nola de la habitación, y los cadáveres quedaron allí tendidos. La joven volvió con lento paso al dormitorio, se inclinó sobre el cuerpo ya frío de la anciana, la besó en la frente y salió de la casa maldita echándose un manto sobre los desnudos hombros.
Al pasar por el patio tuvo que apoyar su mano ensangrentada en la pared para no caer, pues sentía que la vida se le iba, que la razón la abandonaba. Muchos años después podía aún verse la mano sangrienta ennegrecida por el polvo en las ruinas de aquel palacio espléndido, que muy pronto iba a ser pasto de las llamas.
La noche había llegado, y con ella todos los horrores del incendio, saqueo y destrucción de Chorrillos.
Los palacios de mármol y de maderas finas fueron volados con dinamita, las tiendas descerrajadas, las mujeres insultadas y violadas, los hombres asesinados sin misericordia, sin que se salvaran ni siquiera los extranjeros. Los niños eran reventados a puntapiés o estrellados contra las paredes, las estatuas despedazadas, los vidrios rotos a culatazos. Los vencedores recorrían la ciudad con antorchas improvisadas que les servían para alumbrarse el camino y aplicar fuego a los edificios. Gritos de muerte resonaban por todas partes, entre el crujir de los techos que se desplomaban, de los balcones que se desprendían y de las puertas que caían con estrépito. Baquedano había cumplido su palabra a sus rotos. Les había entregado Chorrillos, que es como si el Rey Guillermo y Moltke hubieran entregado Versalles a los alemanes, después de Sedán. Grupo de mujeres perseguidas por soldados enloquecidos por el alcohol, corrían por las calles casi desnudas y sin aliento.
Algunos italianos y franceses intentaron defenderse con los picos y lampas que vendían en sus tiendas, pero fueron muertos a balazos y repasados luego con los corvos.
Los reflejos del incendio se percibían desde Lima. Cáceres y Canevaro propusieron al dictador Piérola atacar a los vencedores en medio de la siniestra orgía, pero el permiso les fue negado. Indudablemente el plan concebido por los dos valientes militares hubiera tenido buen éxito, pues los chilenos entregados al saqueo, a la ebriedad y al pillaje, no habrían tenido aliento para organizarse y resistir... ¿Por qué no se hizo eso?... ¡Ah! ¡Cuan inmensa es ante la historia la responsabilidad de ciertos hombres!
...
Figura retórica o verdad histórica, el hecho es que los perfumes de amor, virtud, heroísmo y muerte, que se desprendieron del incendio de Chorrillos, llenan aun el ambiente desde el polo Ártico hasta Magallanes, recordando el valor peruano y la crueldad chilena, en esos días de fúnebre dolor, que se conmemoran en las fechas que dejamos apuntadas al comenzar este capítulo (13 de enero de 1881) y que obligan al escritor imparcial a teñir la pluma en la sangre de mil mártires, para escribir con esa tinta terrible, una página gloriosa y tristísimo de la historia del Perú!...
La mujer a quien en líneas anteriores presentamos a los lectores de este libro, salió de su rancho loca de dolor, desesperada, sollozando, corriendo, y se dirigió a la ventura por entre los escombros que el incendio iba hacinando, por entre los habitantes que huían despavoridos, por entre el humo, las llamas y los soldados chilenos esparcidos por la ciudad.
Llegó al malecón y sus ojos preñados de lágrimas se perdieron en la negra inmensidad del mar, iluminado a trechos por el incendio, y que parecía gemir por la destrucción de su villa favorita.
Bajó rápidamente el empinado camino que conduce a los baños, y entrando resuelta al pequeño muelle que queda a la izquierda, se arrojó de cabeza en el abismo. Las olas la envolvieron amorosamente en sábana de espuma y le sirvieron de lecho funerario. La luna besó con su rayo fugitivo y tembloroso sus labios profanados, y dejó gotas de luz que semejaban perlas en sus rubios cabellos.
Dos días después unos pobres pescadores encontraron su cuerpo y le dieron piadosa sepultura en las orillas del mar...